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III.- La fiesta del espliego

  A la mañana siguiente, las jóvenes de Montenebro salen de casa con sus vestidos de verano y cintas en el cabello, sonrientes y emocionadas. En la plaza se levanta una estructura de madera donde las mujeres colocan ramas y hojas para luego cubrirlo todo con flores púrpura y hierba fresca. Es la fiesta del espliego, que marca el cénit del verano. Los hombres disponen las mesas, tensan las cuerdas con banderines entre los balcones y abren los barriles para que el vino se airee. El aire huele a lavanda por todas partes y las ramitas moradas decoran puertas, balcones, el pozo y la fuente.   En la granja de los Olivar, Almodia alimenta a las gallinas, vigilando a sus hermanas de cerca mientras hace su trabajo y el de su madre, que cuida de la pequeña Viola. Luego las ayuda a lavarse y peinarse, ordeñan, limpian y preparan la comida mientras su padre labra la tierra.    A mediodía, lleva un plato a su madre.   —¿Cómo está? —pregunta, observando a Viola...

II.- Noche en vela

  Esa noche, Almodia no puede dormir. Al llegar a casa, ha tenido que ayudar con la cena y aunque debería estar rendida, la cama que comparte con sus hermanas no es suficiente para tentar al sueño.   Durante la cena, mientras servía, se le ha caído el cazo dos veces.   —¿Qué te pasa? —ha preguntado su padre, cogiéndole las manos entre las suyas—. Estás que tiemblas.   —Nada, padre, que estoy torpe hoy.   Ahora, ya acostada, mientras mira al techo, con las mantas hasta la barbilla a pesar de que aún hace calor, siente el pulso latiendo con fuerza y piensa en los momentos que ha pasado con Gerardo Ríos desde que empezaron a tratarse. Se conocen desde críos, y aunque siempre le ha caído bien el hijo del ebanista y le hacen gracia sus bromas, nunca había tenido ninguna ensoñación romántica con él. Pero ahora…   Ahora no deja de pensar en su piel oscura y sus ojos brillantes, en la sonrisa pícara y a veces dulce, en la mirada llena de inte...

I.- Vísperas de verbena

En el condado de Rosedal, al fondo de un valle apacible, se levanta el pueblo de Montenebro. Es una aldea tranquila, ni grande ni pequeña, donde el paso del tiempo lo marcan las cosechas, los días de mercado y las festividades.    Sus casas, de piedra amarillenta con vigas de madera oscura, se arriman unas a otras, formando calles estrechas. En el corazón de la plaza se alzan la fuente y el lavadero, lugar de reunión de mozas y ancianas, y en la taberna, los hombres beben vino de la tierra y ríen en voz alta en las horas de descanso tras el trabajo en las granjas.   En un rincón de la plaza, un ciruelo de hojas púrpura da sombra al viejo pozo. Con su brocal musgoso, en el que se desdibuja la talla de un viejo héroe ya olvidado, el pozo es el centro de toda clase de supersticiones: Los niños lanzan monedas para pedir deseos, las muchachas miran al fondo en las noches de luna con la promesa de ver el reflejo de su futuro marido y las madres tiran pétalos de flore...