I.- Vísperas de verbena

En el condado de Rosedal, al fondo de un valle apacible, se levanta el pueblo de Montenebro. Es una aldea tranquila, ni grande ni pequeña, donde el paso del tiempo lo marcan las cosechas, los días de mercado y las festividades. 

 

Sus casas, de piedra amarillenta con vigas de madera oscura, se arriman unas a otras, formando calles estrechas. En el corazón de la plaza se alzan la fuente y el lavadero, lugar de reunión de mozas y ancianas, y en la taberna, los hombres beben vino de la tierra y ríen en voz alta en las horas de descanso tras el trabajo en las granjas.

 

En un rincón de la plaza, un ciruelo de hojas púrpura da sombra al viejo pozo. Con su brocal musgoso, en el que se desdibuja la talla de un viejo héroe ya olvidado, el pozo es el centro de toda clase de supersticiones: Los niños lanzan monedas para pedir deseos, las muchachas miran al fondo en las noches de luna con la promesa de ver el reflejo de su futuro marido y las madres tiran pétalos de flores para rogar por la salud de sus hijos.

 

A las afueras, los campos de trigo ondulan como el mar y la lavanda tiñe el aire con su perfume. Vides y olivos retuercen sus ramas negras, y los almendros, en primavera, cubren el horizonte de flores blancas. Pequeñas huertas y granjas salpican el paisaje desde allí hasta el río Gentiana, que cruza el valle como una cinta de plata.

 

Allí nació Almodia de Olivar hace diecisiete años, casi dieciocho, y esta tarde de verano, mientras el aire huele a hojas de higuera y el eco de risas alegres anuncia la fiesta de la verbena, ella está mirando las nubes pasar, reunida con sus amigas.

 

—Pues yo pienso ponerme una cinta roja —dice una joven, sentada en el borde del lavadero. Cae la tarde, perezosa, y el cielo se va tiñendo de tonos rosados. Las muchachas han terminado sus obligaciones y hablan de la celebración que tendrá lugar en dos días—. Me la voy a trenzar desde aquí y ale, que me caiga todo lo larga que es.

 

—Va a parecer la correa de un perro, Candela.

 

—Ea, pues a ver si la agarra algún buen mozo.

 

Todas ríen ante el atrevimiento, Almodia también. Ella no frecuenta mucho el lavadero, no suele tener tiempo, pero hoy terminó pronto y ha acudido junto a su amiga Oriana. Su risa no es la más sonora ni su vestido el más bonito, ni el lazo de su trenza el más perfecto, pero es ella quien tiene las opiniones más firmes. 

 

—No tientes a la suerte, Candi —dice—, que el zagal que es rápido para agarrar es igual de rápido para soltar.

 

—Ay, no seas aguafiestas, Almodita. Además, no hablaba en serio —se defiende Candela, aunque sigue sonriendo con aire travieso.

 

—Yo lo digo por tu bien —insiste ella.

 

Todo el mundo lo sabe: la mayor de los Olivar es una moza de carácter, y ya ha puesto firme a más de un aldeano por beber demasiado o llegar tarde a las reuniones comunitarias. 

 

—Yo espero que me saque a bailar Alonso Prado —confiesa una chica rubia, de aspecto frágil, que responde al nombre de Henar—. El otro día, cuando fui a guardar las ovejas, me saludó desde la alberca y me sonrió un buen rato. Me iba a acercar a hablarle, pero me daba vergüenza y cuando volví del establo ya se había ido.

 

—¿Sí? —dice Candela—. Pues ahora es tu ocasión, que viene por allí.

 

Las amigas ríen bajito y se dan codazos al ver llegar a los jóvenes, que regresan de sus labores ya aseados, con camisas limpias y hablando en voz muy alta. 

 

Los ojos de las muchachas brillan cuando se encuentran con los de ellos, encendidos de deseo. Las chicas murmuran y se tocan el pelo. Los mozos hablan entre sí con fingida indiferencia y yerguen la espalda, como palomos en época de celo. A dos días de la verbena, todos quieren tener pareja, y en el aire flota una dulce incertidumbre mezclada con anhelo mientras intercambian miradas.

 

Almodia observa tranquila el extraño ritual, recostada a medias en la piedra del lavadero y sonriendo, divertida. Todo eso no va con ella, piensa. 

 

—Ay, que se acercan —dice Henar, dándose la vuelta a toda prisa. Tres jóvenes, entre ellos su Alonso, se han separado del grupo y caminan hacia el lavadero—. ¿Qué le digo?

 

—Pues cualquier cosa, hija. Algo gracioso —aconseja Azucena, la exhuberante hija de los molineros.

 

Los chicos se detienen a pocos pasos y las saludan con galantería.

 

—¿Qué hacéis todavía aquí fuera, niñas? ¿No veis que así nunca se va a hacer de noche? —dice uno, de voz grave y melodiosa. 

 

Almodia lo mira con disimulo. Es un joven de piel oscura y cabello negro, con la barba bien recortada, que ocupa el espacio con naturalidad, como si no necesitara demostrar nada a nadie. Lo conoce bien: es Gerardo Ríos, el hijo del ebanista y vecino de su granja. Las tierras de los Olivar están cerca de la linde del pueblo, donde Albor Ríos tiene su casa y el taller, así que las dos familias coinciden a menudo y han compartido el pan, el vino y, a veces, las penas. Todos creen que Gerardo seguirá los pasos de su padre en el oficio, pero Almodia lo ha visto leer más de la cuenta y tocar el laúd a escondidas. 

 

—¿A qué viene eso, Gerardo? —pregunta Azucena.

 

—Es que estáis tan guapas que el sol no se esconde para no perderos de vista. —Las chicas ríen ante el piropo, pero Almodia resopla, algo desdeñosa. Eso llama la atención de Gerardo, que se vuelve hacia ella—. También va por ti, Almodita, por mucho que resoples. 

 

—A mí no me enredes —dice ella con una risa.

 

—Almodia es más dura que el acero, a ella no te la vas a ganar tan fácil —comenta Candela—, pero yo soy una blanda, por si quieres intentarlo.

 

Otra vez suenan las risas, y pronto la charla se dispersa en pequeños grupos. Almodia observa, y sonríe complacida al ver que Henar se atreve al fin a hablarle a Alonso. Es como en las novelas que suele leer, y eso le llena el corazón de calidez. Luego, su mirada se pierde en el cielo y deja de prestar atención a la conversación, más atenta a las nubes y a los pensamientos inquietos que la sobrevuelan desde hace días.

 

El mundo de Almodia empieza a volverse pequeño y su espíritu anhela algo más, aunque aún no sabe el qué. Un deseo desconocido, de escapar, de volar libre, ha ido creciendo en ella poco a poco durante el último año.

 

—Te vas a caer de espaldas, niña. —Gerardo se ha sentado cerca y es su voz lo que la saca de su ensimismamiento. Está atándose fuerte las botas y sacándoles el polvo con la mano mientras la mira de reojo—. ¿Qué es tan interesante?

 

—Es que me gusta el cielo en esta época, cuando se pone rosado. No me explico de dónde salen tantos colores. ¿Por qué será distinto según la estación? En invierno nunca se ve tan encendido.

 

—Pues no lo sé, pero es verdad que está bonito —dice él, siguiendo su mirada con verdadera atención. 

 

Almodia sonríe. Le cae bien el hijo del ebanista. 

 

—¿Ves como es interesante?

 

—¿Más que yo? —replica él, haciéndose el ofendido.

 

—Ni que fuera difícil —ríe Almodia.

 

—Tiene razón Candela, eres más dura que el acero.

 

—No es verdad. Lo que pasa es que estás acostumbrado a que todo el mundo te dé coba —añade, juguetona, dándole un golpecito suave con el pie—. Tengo que compensar para que no se te suba a la cabeza.

 

—Almodia ha venido a este mundo a hacer justicia —replica él teatralmente. Le coge la bota con suavidad y hace una media reverencia.

 

Ella aparta el pie, sin perder la sonrisa pero algo nerviosa. No entiende bien por qué, pero el corazón le ha empezado a latir deprisa. 

 

A veces le pasa eso con Gerardo, sobre todo últimamente. Quizá es porque él, que ya ha entrado en la veintena, es un mozo adulto y de buen ver y ella empieza a darse cuenta de esas cosas.

 

—A hacer justicia no, pero a ser justa, sí. O eso intento. Para algo que está en mi mano…

 

—¿Qué quieres decir?

 

—Hay cosas que no se pueden cambiar, pero otras sí. No puedo ser más alta, pero sí ser mejor persona. Ser justo o amable es una elección, tener cabeza y ser bondadoso está al alcance de todos si uno se esfuerza un poco. —Él alza la ceja y luego se echa a reír, los dientes blancos brillando entre la barba oscura, el amplio pecho estirado bajo la camisa al punto que uno de los botones parece que vaya a saltar—. Oye, no te burles de mí.

 

—No lo hago —dice al rato, cuando ya ha terminado de carcajearse—. Es que no sé de dónde sacas esas cosas así de pronto. ¿Lo has leído en algún libro de los tuyos?

 

—Puede.

 

—Pues cuéntame, no te hagas la misteriosa.

 

Almodia asiente, entusiasmada de pronto.

 

—Estoy leyendo las memorias de Santa Celedonia. Hace unos días estuve en el santuario, ¿lo has visto? —Gerardo niega, mirándola con ojos brillantes y cálidos. Almodia piensa que es porque le interesa mucho el tema, como siempre que hablan de libros, o de historias y leyendas, o de música—. Está cerca de la montaña, en la cueva esa, que es muy pequeña. Resulta que el diácono que se encarga de que esté la estatua cuidada todo el año me contó que Santa Celedonia viajó por el reino curando enfermos, luchando contra las incursiones de los orcos y…

 

Sin darse cuenta, la joven se embarca en una detallada explicación de todo lo que aprendió en su visita al santuario, y a medida que habla se da cuenta de que eso es lo que quiere para ella: viajar, aprender, solucionar problemas. No languidecer en una granja en la que cada día es bonito y sereno, sí, pero cargado de trabajo interminable, en un pueblo que ama de corazón pero donde cada calle y muro son siempre los mismos. Montenebro le recuerda que hay un mundo ahí afuera lleno de cosas por aprender. Por ahora, su única ventana al exterior son los libros, pero tal vez encuentre un camino que ponga al fin sus pies en senderos reales, de tierra y piedra. Un camino que la lleve a ver más, a entender más, a vivir más. A elevarse como lo hizo Santa Celedonia y ser más de lo que ahora piensa que es: una muchachita mediocre que solo sirve para trabajar, cuidar chiquillos y regatear en el mercado.

 

Gerardo la escucha sin interrumpir. Cuando al fin termina, Almodia lo mira, sin saber si lo ha aturdido con tanta palabrería y entusiasmo infantil. Entonces él dice algo del todo inesperado.

 

—¿Vas a ir con alguien a la verbena, niña?

 

Ella parpadea varias veces, extrañada por el cambio de tema.

 

—Con mis amigas —responde sin entender.

 

—¿Y si vienes conmigo?

 

A Almodia le da un vuelco el corazón y siente que el color se le sube a las mejillas. En ese momento, el sol empieza a hundirse tras el horizonte teñido de escarlata y el lucero de la tarde brilla en el cielo. Los ojos de Gerardo Ríos también brillan, y algo cálido y vibrante se expande en el pecho de Almodia, como una primavera inesperada que se desata en su interior. Se queda sin palabras, muda de asombro, mientras su corazón entiende al fin lo que su mente no había comprendido hasta ahora. 

 

Pasa el tiempo, seis latidos de su acelerado corazón, luego seis más, alargando el silencio. Las chicas se levantan del borde del lavadero, es hora de volver a casa.

 

—¿Lo dices en serio o es una broma de las tuyas? —pregunta al fin, con una voz que casi no le sale del cuerpo.

 

Él se ríe, pero habla con suavidad. 

 

—Lo digo en serio, mujer.

 

—Me lo tengo que pensar —contesta ella—. Mañana te respondo.

 

Eso parece sorprender a Gerardo, que alza las cejas como si no hubiera escuchado bien.

 

—¿Y eso? ¿Es que tienes muchos pretendientes? 

 

—No, es que no me esperaba que… que me salieras con esto. —Frunce el ceño—. Tengo derecho a pensarlo, ¿no? —se defiende Almodia, que nota cómo le arden las mejillas del sonrojo.

 

Todos saben que es una chica de carácter, Gerardo también debería saberlo a estas alturas. Suspira, algo decepcionado, pero pronto parece recuperar la energía.

 

—¿Mañana, entonces? —Ella asiente con la cabeza—. De acuerdo, te tomo la palabra.

 

—Venga, Almodita, que se hace oscuro.

 

La voz de Oriana parece romper el súbito encantamiento. Arrancándose a la fuerza de su mirada, Almodia se pone en pie, se arregla la falda y se despide de él con la mano, aún aturdida. No mira atrás, pero sabe que Gerardo Ríos la observa mientras se aleja. Las preguntas giran en su mente: ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Es esto lo que parece o está confundiendo las cosas?

 

—¿Qué te pasa, Almi? —le pregunta Oriana—. Parece que hubieras visto un muerto.

 

—Gerardo Ríos me ha pedido que vaya a la verbena con él —confiesa con los ojos muy abiertos.

 

—¿Y qué le has dicho? —No hay sorpresa en la voz de Oriana, reacciona con la misma indiferencia que si acabara de decirle que el cielo es azul.

 

—¿Pues qué le voy a decir?, que me lo tengo que pensar.

 

La pelirroja resopla y se vuelve hacia ella.

 

—¿En serio, Almi? Pero si estáis siempre el uno detrás del otro, ¿qué te tienes que pensar?

 

—Eso no es verdad. Nadie está detrás de nadie.

 

—¿Que no? Siempre os escabullís juntos después de las labores, que os he visto más de una vez en el viejo cobertizo, tú leyendo y él tocando el laúd.

 

—¡Es que somos vecinos y el cobertizo está a medio camino de las dos casas! Es normal que coincidamos mucho. —Pero a medida que habla, Almodia entiende que no se lo cree ni ella. Que podría leer donde quisiera, y que él podría tocar el laúd en cualquier parte, pero llevan más de medio año haciéndolo bajo ese techado, juntos—. Ya sabes que siempre hay mucha faena y mucho ruido en mi casa, con las niñas y todo. Allí puedo estar tranquila un rato, y él… pues lo mismo. Y eso es todo, ya está. Me lo tengo que pensar.

 

Oriana la mira, los ojos claros, ahora sí, llenos de sorpresa, más por la reacción visceral de Almodia que por sus frágiles excusas. Luego se ríe, negando con la cabeza.

 

—Eres tonta, amiga —dice Oriana.

 

Y a eso no le puede replicar.

 

 . . .

 

©Hendelie 

 


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