II.- Noche en vela
Esa noche, Almodia no puede dormir. Al llegar a casa, ha tenido que ayudar con la cena y aunque debería estar rendida, la cama que comparte con sus hermanas no es suficiente para tentar al sueño.
Durante la cena, mientras servía, se le ha caído el cazo dos veces.
—¿Qué te pasa? —ha preguntado su padre, cogiéndole las manos entre las suyas—. Estás que tiemblas.
—Nada, padre, que estoy torpe hoy.
Ahora, ya acostada, mientras mira al techo, con las mantas hasta la barbilla a pesar de que aún hace calor, siente el pulso latiendo con fuerza y piensa en los momentos que ha pasado con Gerardo Ríos desde que empezaron a tratarse. Se conocen desde críos, y aunque siempre le ha caído bien el hijo del ebanista y le hacen gracia sus bromas, nunca había tenido ninguna ensoñación romántica con él. Pero ahora…
Ahora no deja de pensar en su piel oscura y sus ojos brillantes, en la sonrisa pícara y a veces dulce, en la mirada llena de interés cuando ella le habla.
Oriana tiene razón. Siempre van el uno detrás del otro, desde críos, pese a las burlas de él y los enfados de ella. Ahora que ya son mozos, ella lo busca con la mirada en la plaza constantemente y él encuentra cualquier excusa para pasarse por su granja. A veces todavía la hace rabiar, y ella lo mira mal y le dice que es idiota, pero siempre lo perdona y todo sigue como siempre.
Recuerda la primera vez que se enfadó con él en serio, años atrás. Entonces, Gerardo la enredó para que le cambiara su cesta de manzanas por una aguja dorada. Según le dijo, el objeto era capaz de coser sin hilo. La muchacha no tardó en comprobar que era un engaño y fue a reprocharle, iracunda, que la había estafado. Gerardo se rio con ganas.
—No seas así, Almodita, solo eran cinco manzanas y a cambio te di una historia. ¿No te gustó?
—Lo que me diste fue una mentira. Te reíste de mí y me tomaste por tonta, y eso no se hace con los vecinos. ¡Toma tu aguja, que no vale para nada! ¡Espero que te aprovechasen las manzanas! —le había dicho ella, y le arrojó el alfiler antes de marcharse, furiosa.
La risa de él la acompañó a la salida.
—¡Qué carácter, niña!
A la semana siguiente, Gerardo Ríos apareció en la granja para ayudar con la cosecha de la uva. Trabajó duro y les cantó canciones, y no quiso más pago que la comida caliente de los jornaleros y que ella lo perdonara.
—Vamos, no seas tan dura conmigo. Acepta mis disculpas.
—No te estás arrepintiendo de verdad, te brillan los ojos de la risa —insistía ella, obstinada.
Gerardo no pudo evitar que una carcajada lo delatara.
—Es que estás muy graciosa enfadada. Vamos, ten compasión de mí.
—No me gusta que me mientan —insistió Almodia.
—Te pido perdón, no era mi intención ofenderte, de verdad. Solo era una historia. Además, he escrito una canción sobre esa aguja, ¿sabes? Ya no es una mentira.
—Sigue siendo mentira porque la aguja no cose sola, como tú decías —insistió ella. Estaban separando las uvas buenas de las picadas, el uno junto al otro. De vez en cuando se comían algunas; tenían las manos manchadas de jugo pegajoso y olía a fruta y a tierra por todas partes.
—Puede ser, pero cuando otros aprendan la canción y la canten en comarcas más allá de Rosedal, se convertirá en una leyenda. Igual que la de las habichuelas mágicas o la fuente de la vida.
—¿En serio? —Él asintió con aire misterioso. Almodia sintió que la curiosidad la comía por dentro y su enfado se disipaba—. ¿Y cómo es la canción? Déjame oírla.
—Te la cantaré otro día, cuando tenga el laúd a mano.
—Vale.
—¿Estoy perdonado, pues?
—Sí. Por ahora sí.
Gerardo volvió a reír y siguieron siendo buenos amigos, aunque el afán de él por molestarla nunca desapareció del todo.
En este último año, sin embargo, todo parece haberse vuelto distinto entre los dos, más suave. En el cobertizo, a escondidas, donde cada uno huye de sus propias cargas, han encontrado un lugar cálido en el que estar a solas pero en compañía, y allí conversan sobre canciones y libros. Poco a poco, día a día, sus corazones se han acercado sin que Almodia se haya dado cuenta. Al menos hasta ahora.
«Pensaba que le gustaban mis libros. ¿Es que lo que le gusta no es eso, sino yo?», se pregunta, desvelada. «Quiere ir conmigo a la verbena. Es increíble». Da una vuelta en la cama. «¿Con quién fue el año pasado? No me acuerdo, no me fijé. Debería haberme fijado». Otra vuelta. «¿Lo sabrá Oriana? Quizá ella se acuerde». Da otra vuelta más. «Las chicas siempre dicen que es muy apuesto. Es verdad que lo es».
Y así, su mente se enreda y desenreda como un ovillo, recordando cada conversación, buscando señales que hubiera podido pasar por alto y dudando de ellas cuando las encuentra, hasta que al fin se queda dormida casi al amanecer.
***
A la mañana siguiente, su madre tiene que sacarla de la cama porque el sol no la despierta.
—Almodia, hija, ¿estás bien? —pregunta preocupada, tocándole la frente.
Juana de Olivar es una mujer alta, delgada y fuerte como una rama, de pelo castaño y pecas que salpican su piel fina y pálida. Tiene el rostro sufrido, pero sus arrugas no son solo de entornar los ojos al sol y parir con esfuerzo a cinco hijas; también de reír en voz alta y sonreír cada día.
—Perdona, madre. Anoche dormí mal —dice la chica, apartando las mantas con prisa—. Me he retrasado mucho, enseguida voy a ver a las cabras.
Juana la detiene a medio camino y agarra sus dos manos.
—De eso nada, las cabras se apañan solas, que por un día no es el fin del mundo. ¿Qué tienes? ¿Qué te ha quitado el sueño?
Almodia duda un momento, pero después le confiesa a su madre la propuesta del hijo de los Ríos. Al igual que Oriana, tampoco ella parece sorprenderse, y Almodia tiene la desagradable sensación de que todo el mundo se esperaba algo así menos ella.
—Así que Gerardo te ha pedido para la verbena —dice Juana, melancólica, acariciándole las manos—. Que rápido has crecido. A veces se me olvida que ya no eres una niña. —Suspira—. ¿Y qué vas a hacer?
—No sé —dice Almodia, que en realidad se muere por decirle que sí—. ¿Tú qué opinas?
Juana se echa a reír.
—¿Yo? A mí no me ha invitado, hija.
—Ya, pero ¿qué piensas de él?
—Pues que es muy buen mozo. Es aprendiz de su padre, responsable… un poco jaranero, pero qué hombre no lo ha sido a su edad.
Almodia asiente, apartando la mirada, y recuerda el perfil de Gerardo en esas tardes compartidas en el cobertizo, la forma en que sus dedos pulsan las cuerdas del laúd y canta a media voz, como si solo lo hiciera para él mismo… y para ella. Se le acelera el pulso.
—Yo creo que le voy a decir que sí —admite al fin.
Juana sonríe y le da una palmadita en la mano.
—Pues me parece muy bien, hija. Diviértete. Disfruta de la juventud.
El llanto de su hermana pequeña, apenas un bebé, interrumpe la conversación.
Juana sale de la habitación. Almodia ve lo lento que camina y siente el peso del trabajo y la edad en los hombros de su madre. Sabe que la buena mujer está agotada, así que, sin retrasarlo más, aparta las mantas y los pensamientos sobre la verbena, Gerardo y su estúpido corazón y se dispone a cumplir con sus obligaciones.
***
La jornada transcurre lenta, más de lo que Almodia pensaba que pudiera durar un día. No ve el momento de terminar para ir a buscar a Gerardo y darle su respuesta. Entretanto, imagina una y otra vez cómo será ir a la verbena con él. Le pondrá una flor en el pelo y le dirá cosas hermosas, por supuesto. Quizá le rodee la cintura con el brazo, igual que los héroes de las novelas de caballería hacen con sus damas. Pasearán juntos por la plaza y bailarán, y la gente los verá.
¿Qué pensarán? ¿Chismorrearán sobre lo humilde de su vestido? «No, mejor no pensar en eso», se dice, y se centra en lo otro: en cómo él la mirará igual que si fuera una estrella en el cielo, en cómo le sonreirá, en cómo quizá le aparte el pelo de la frente o le ate una ramita de lavanda en la muñeca. Seguro que lo pasarán bien y reirán juntos. Quizá luego puedan caminar hasta el pozo y mirarse en él.
El ensueño se alarga mientras ordeña, filtra, lava.
«Gerardo tampoco desea quedarse en Montenebro, estoy segura», piensa en el descanso para comer. «A él le gustan la música y las historias, querrá viajar por el mundo, igual que yo. Pues decidido, nos iremos juntos de aquí y conoceremos nuevas tierras. Puede que veamos elfos. Ayudaremos a los necesitados y seguiremos los pasos de Santa Celedonia, extendiendo la fe de la Luz y haciendo del reino un lugar mejor. Vendremos a Montenebro para las fiestas, y, quizá, cuando nos cansemos de viajar, formemos una familia».
Después de comer, sigue imaginando mientras se ocupa de sus hermanas, pastorea a las cabras, atiende a los cerdos, reordena los sacos de heno.
«No quiero parir tantos hijos como madre, pero podría tener un par. Un niño parecido a mí y una niña parecida a él. Se llamarán Albor, como su padre, y Teodora, como mi abuela».
Al llegar la tarde, ya agotada, se asea en la fuente de la granja.
—Traes cara de cansada, hija —dice su padre al verla. Lope de Olivar es un buen hombre, pero torpe al hablar. Expresa mejor sus sentimientos con actos y miradas que con palabras—. Me dijo tu madre que dormiste mal.
—Sí, me costó un poco.
—¿Te preocupa algo?
Ella se encoge de hombros.
—No, qué va. —No puede hablar de eso con su padre. Sería raro—. ¿Puedo ir al pueblo un rato?
—Claro. No vuelvas tarde.
La chica regresa al interior y se cambia de ropa. Le cuesta un poco decidirse, no quiere parecer demasiado arreglada, pero también quiere que él la vea bonita. Al final, escoge una falda verde de tela recia y un corpiño de flores. Se cubre bien el escote con un mantón bordado. Ella no es Azucena, es más recatada y formal y le da vergüenza enseñar mucho. Se mira al espejo, comprobando que se le ven unas marcadas ojeras. Intenta ponerse algo de rubor de su madre en las mejillas y peinarse mejor, recogiéndose la trenza con cuidado y atando una cinta verde. Estudia su reflejo cuidadosamente y por fin se dispone a salir.
Justo en ese momento, se oye un golpe, seguido del llanto de su hermana pequeña y de un grito.
Sobresaltada, Almodia corre hacia la cocina, justo a tiempo para ver a la pequeña Viola en brazos de su madre. La sangre brota con rapidez de una herida en su cabecita sin pelo.
—¡¿Qué ha pasado?! —exclama con preocupación.
—Se ha golpeado con la mesa —dice Juana, poniendo a toda prisa un trapo limpio en la herida del bebé—. Ay, por la Luz… Está sangrando mucho…
Almodia mira a la niña, que llora con ganas. No se sostiene bien en brazos de su madre, como si estuviera mareada. El corazón le da un brinco de miedo.
—Voy a ir a buscar al curandero. A lo mejor hay que darle puntos.
—Sí, hazlo. Y llama a tu padre de camino, que venga ya a la casa.
A toda prisa, la muchacha sale a cumplir con su misión. Va primero a la huerta para avisar a su padre de lo ocurrido y después echa a correr hacia el pueblo.
Cuando se acerca a la casa de los Ríos, Gerardo está en el jardín, apoyado en la valla de madera, esperando, pero ella ni siquiera lo ve. No puede dejar de pensar en lo rápido que se ha empapado el trapo con la sangre de su hermana.
—¿Dónde vas corriendo, niña?
—¡Ahora no puedo! —se excusa ella, sin aflojar el paso.
«Cuando el hijo de Rosa se cayó de la muralla y se dio en la cabeza, se le hincharon los ojos, se quedó dormido y así mismo se murió». El estómago se le revuelve de miedo.
Gerardo se acerca para cogerla del brazo y hacerla detenerse.
—Espera, dime qué…
—¡Que ahora no! —exclama ella, zafándose antes de salir corriendo.
No puede ver cómo Gerardo se queda atrás, sorprendido primero y dolido después. Con un suspiro, el mozo se vuelve al interior de la casa, cerrando de un golpe.
***
Ya es noche cerrada cuando Martín, el curandero del pueblo, sale de la granja de los Olivar. Tuvo que darle puntos a Viola y ponerle un emplasto de hojas para detener la hemorragia.
—Tienes que velar a la pequeña todo el tiempo, Juana. No se puede quedar sola. Si parece somnolienta, se mueve de forma rara o le dan vómitos, que me busquen enseguida —explica el hombre, recogiendo sus instrumentos.
Lope, pálido, mira a la pequeña con miedo en sus ojos castaños, aunque no ha dicho nada en toda la noche. Juana asiente con firmeza, las huellas de las lágrimas marcando su rostro. Susana, Adela y Juanilla están en un rincón, mirando la escena con preocupación. Es Almodia quien se encarga de tranquilizarlas.
—No pasa nada, la bebé se va a poner bien —les dice con convicción.
—¿Se ha roto la cabesa? —pregunta Juanilla, que aún es muy pequeña.
—No, no se la ha roto. Las cabezas no se rompen así como así, es muy difícil. Solo se ha hecho un chichón con sangre, pero se va a curar. Venid, vamos a cortar un poco de queso, que no habéis cenado.
Una vez el curandero se marcha y las niñas han comido algo, Juana suspira profundamente.
—Vais a tener que arreglaros solas mañana. ¿Seréis capaces?
Las chiquillas se miran con confusión. Juana observa a su prole, preocupada, hasta que sus ojos se detienen en su hija mayor. Entonces, Almodia comprende lo mucho que su familia la necesita. Lo sabe con tanta claridad que la responsabilidad la asfixia, le pesa como un yugo, y de pronto tiene ganas de gritar. Pero, en vez de hacer eso, sonríe a su madre y asiente con firmeza.
—No te preocupes, madre. Yo me encargo.
Ve claramente cómo el alivio inunda la mirada de Juana de Olivar. Suspira, resignada. Luego busca con la mirada a su padre, pero él ya no está en el salón.
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©Hendelie
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