III.- La fiesta del espliego

 

A la mañana siguiente, las jóvenes de Montenebro salen de casa con sus vestidos de verano y cintas en el cabello, sonrientes y emocionadas. En la plaza se levanta una estructura de madera donde las mujeres colocan ramas y hojas para luego cubrirlo todo con flores púrpura y hierba fresca. Es la fiesta del espliego, que marca el cénit del verano. Los hombres disponen las mesas, tensan las cuerdas con banderines entre los balcones y abren los barriles para que el vino se airee. El aire huele a lavanda por todas partes y las ramitas moradas decoran puertas, balcones, el pozo y la fuente.

 

En la granja de los Olivar, Almodia alimenta a las gallinas, vigilando a sus hermanas de cerca mientras hace su trabajo y el de su madre, que cuida de la pequeña Viola. Luego las ayuda a lavarse y peinarse, ordeñan, limpian y preparan la comida mientras su padre labra la tierra. 

 

A mediodía, lleva un plato a su madre.

 

—¿Cómo está? —pregunta, observando a Viola, que chupa el extremo de una tela empapada en leche.

 

—Por ahora bien. ¿Me traes un poco de té de raíz? No quiero quedarme dormida.

 

—¿Quieres que me quede con ella un poco?

 

—No, hija. Bastante haces ya. 

 

Almodia prepara el té y hace un poco de compañía a su madre, mirando a su hermanita. Se pregunta cómo será la vida de sus hermanas cuando crezcan, cuáles serán sus sueños. Susana es la mayor después de Almodia, pero por ahora todas sus ilusiones son tener un gato y un vestido bonito. Ninguna parece soñar con grandes aventuras y conocer tierras lejanas, ni tampoco les apasionan los libros y las historias como a ella. Tal vez es porque aún son pequeñas.

 

Al caer la tarde, cuando Lope de Olivar al fin vuelve a casa, agotado de la jornada, Almodia, inquieta y frustrada, pide permiso para salir.

 

—¿Puedo ir ya a la verbena, padre?

 

—Claro, niña. Ve —dice él, besándole la frente. 

 

Almodia se asea y se viste con rapidez. Hubiera querido disfrutar del proceso: arreglar su cabello con cuidado, colocarse una cinta bonita, ilusionarse. Pero no tiene tiempo ya para eso. Solo espera estar presentable, con eso se conforma.

 

A toda prisa, sale de la casa, sin detenerse a mirar esas nubes rosadas de la tarde que tanto le gustan. Intenta no ensuciarse la falda verde, cubrirse bien el escote con el chal bordado, arreglarse los mechones sueltos por el camino. Al llegar a casa de los Ríos, se detiene junto a la valla. Allí tienen un rosal muy hermoso que plantó Azahara, la difunta esposa del ebanista, y ahí está Albor, podándolo con cariño. 

 

—Hola, Almodita —saluda el hombre. Es rechoncho, de cabello blanco ya, piel clara y ojos dulces. No se parece en nada a su hijo, pero los mayores dicen que Gerardo es la viva imagen de su madre—. ¿Qué haces que no estás en la verbena?

 

—Ahora iba, es que he tenido mucha faena. ¿Está Gerardo?

 

—No, se fue hace ya un buen rato. ¿Por qué?

 

—Por nada. Gracias, Albor. 

 

Se aleja a toda prisa, casi corriendo, algo molesta. ¿Por qué se ha ido sin ella? Eso no es muy cortés por su parte. «Aunque es verdad que se me ha hecho muy tarde. Bueno, me estará esperando allí».

 

Se adentra en el pueblo casi a la carrera, siguiendo la música de los tambores, las flautas y la zanfona hasta llegar a la plaza, donde todos disfrutan de la fiesta. La torre de espliego se eleva en el centro, adornada con cristales, flores y cintas, y la luz de los farolillos compite con la de las antorchas y candiles que se distribuyen por el pueblo, tiñendo los muros de oro. Los jóvenes bailan alrededor de la ofrenda, ríen y hacen palmas, y los mayores se sientan en las sillas de mimbre y brindan, felices. 

 

Almodia respira hondo, dejando que el ánimo festivo que flota en el aire limpie su espíritu de preocupaciones. Más tranquila, camina envuelta en el chal, mirando aquí y allá. Saluda a las chicas y los muchachos que conoce, sin atreverse a preguntar por Gerardo. 

 

Entonces, entre la música y el alboroto de la fiesta, cree oír su risa cerca del pozo. 

 

Aprieta el paso y se acerca, arreglándose el pelo con disimulo. La emoción aletea en su pecho mientras dobla el recodo hacia el rincón donde se alza el ciruelo de hojas rojas, y allí, al fin lo encuentra.

 

Pero al verlo, la ilusión se convierte en un montón de cenizas y la música se vuelve extraña en sus oídos. 

 

Gerardo está allí, sí, con su sonrisa radiante y el pelo oscuro, la elegante camisa bordada y las botas limpias. Tiene una mano apoyada en el pretil del pozo y con la otra le aparta el pelo del rostro a Candela. Por primera vez, mientras el corazón le late fuerte y rápido como los tambores de la plaza, Almodia se compara con otra muchacha. Y se da cuenta de que Candela es más alta que ella, más guapa, más adulta, más todo. 

 

Algo se anuda en su garganta. Siente rabia, también tristeza y no sabe qué hacer. Los mira, inmóvil, queriendo huir de allí pero sin ser capaz de moverse. Pellizca su chal bordado, mordiéndose el labio inferior. 

 

Ambos están hablando muy cerca, aunque no puede oír lo que se dicen, pero no le hace falta. Los ojos de Candela brillan con fuerza y deseo mientras enreda el extremo de su larga cinta del pelo en los dedos. La mano libre de Gerardo le levanta la barbilla con el índice y las pestañas de Candela se agitan, trémulas, al tiempo que su pecho sube y baja en un suspiro, haciendo que el generoso escote se pronuncie aún más.

 

Entonces la voz de Gerardo le llega al fin, en un instante en que la música se detiene. Y preferiría no haberla oído, porque solo le hace daño.

 

—Es que estás tan guapa que es difícil resistirse, Candelita —dice él. Es ese tono seductor, algo guasón, que emplea a veces y que a Almodia no le gusta demasiado. Ella conoce su verdadera voz, con la que le habla en el cobertizo. Esa otra le suena a mentira, como la aguja de oro—. Hasta los sauces se ponen derechos para mirarte cuando pasas.

 

La chica responde algo inaudible y luego se ríe por lo bajo, apartando un poco el rostro cuando él se acerca, evitando lo que podría ser un beso. En ese momento, los ojos de ella se fijan en Almodia, que siente que se le congela la sangre en las venas. Candela da un respingo, perdiendo el color.

 

—Almodia…

 

Al oír su nombre, Gerardo se aparta de Candela como si quemara y se da la vuelta.

 

 —Anda, Almodita —dice la voz embustera de Gerardo Ríos, esa que es solo mentiras—. No esperaba verte. Como ayer saliste corriendo…

 

¿Qué es ese matiz en su tono? ¿Rencor? ¿Ironía? No lo sabe, pero quiere gritar, llorar y golpearlo, todo a la vez. Para colmo, él está guapísimo, y ahora que ya lo reconoció una vez, no puede dejar de darse cuenta.

 

Traga saliva y mantiene la compostura.

 

—Mi hermana la pequeña tuvo un accidente. Iba a buscar al curandero, no me podía parar.

 

La expresión de Gerardo se torna lívida y su voz vuelve a ser la real.

 

—¿Está bien? —Almodia asiente con la cabeza, y al ver que él se acerca, da un paso atrás—. ¿Por qué no me dijiste nada?

 

—Iba con prisa, se nos podía haber muerto si no llega a tiempo don Martín. —Mira a la muchacha junto al pozo, que parece incómoda, y le dedica una sonrisa sincera, tranquilizadora. Todo lo que siente, la ira y la rabia, no tiene nada que ver con ella, solo con Gerardo—. Hola, Candi. No me quedo mucho, ya os dejo. Solo quería saludar —inventa sobre la marcha.

 

—¿Cómo que te vas? No, espera —susurra Gerardo con urgencia—. No viniste a darme una respuesta, así que pensé que…

 

—No tienes por qué darme explicaciones. Además, te iba a decir que no de todos modos.

 

No sabe por qué miente. Quizá porque siente su dignidad tan rota como si se le hubiera levantado la falda en medio de la plaza, o porque el dolor de ver lo rápido que él ha encontrado una sustituta lo pone todo en duda.

 

Pero Gerardo ladea la cabeza y la examina fijamente, cruzado de brazos.

 

—¿Me ibas a decir que no?

 

Ella se da cuenta de que no se lo cree y asiente con la cabeza, mirando alrededor, sin saber dónde meterse.

 

—Sí. Es que, la verdad, quería ir con Bosco —improvisa.

 

Bosco es un joven tranquilo, rubio y bien parecido. Almodia ha hablado con él algunas veces. No se relaciona mucho con los otros jóvenes, así que es perfecto para su engaño. Y el truco parece funcionar, porque un destello malhumorado cruza los ojos oscuros de Gerardo.

 

—¿Con Bosco? Pero si es un crío.

 

—Tiene mi edad. ¿Yo también soy una cría o qué? —dice ella desafiante, ciñéndose bien el mantón.

 

—No es lo mismo. Además… Da igual. Pensaba que… —sacude la cabeza y la mira, desconcertado.

 

—Pues te equivocabas —espeta ella. 

 

«¿Cómo puede reprocharme nada cuando no ha podido esperar ni un día y ya está intentando besar a Candi? ¿Qué se cree, que estamos todas a su disposición, haciendo fila?», piensa.

 

—Ya veo. ¿Es lo que quieres? —dice Gerardo, ahora con voz fría. Ella asiente—. Muy bien. Entonces supongo que no me queda nada más que añadir.

 

—Perfecto —espeta ella, apretando los dientes—. Pues diviértete.

 

—Tú también. Aunque con él, dudo que lo hagas —añade él, cáustico.

 

Gerardo le hace una reverencia burlona y se da la vuelta para regresar junto al pozo. Ella se dispone también a marchar, pero luego ambos se giran otra vez, queriendo tener la última palabra.

 

—¡Ni siquiera podías esperar a que…! —exclama ella.

 

—¿Por qué no me dijiste…? —pregunta él.

 

Hablan al mismo tiempo y luego se callan y se miran, frustrados, buscando lo que de verdad quieren decir y, a la vez, la respuesta que esperan en los ojos del otro. Una disculpa. Una declaración. Un acercamiento. Pero es difícil ver nada claro en ese instante, así que Almodia, cuando la presión en su pecho es demasiada y siente que está a punto de llorar, se da la vuelta y se va a toda prisa, incapaz de disimular su disgusto.

 

Ella no ve que Candela ya no está al lado del pozo. La muchacha, perspicaz, ha entendido bien lo que pasa y se ha marchado para no estar en medio de algo tan evidente. Tampoco ve Almodia el gesto de frustración de él al pensar en el estúpido malentendido, en lo necio que ha sido. No lo verá tampoco buscar consuelo en el vino, incapaz de comprender por qué siente tan roto el corazón a causa de una niña malhumorada que se le ha metido en la sangre y a la que no puede sacar. 

 

Almodia no verá nada de eso. Llegará a su casa y se quedará en el establo de las cabras, llorando sola hasta cansarse, y luego dormirá, agotada, sin soñar. 

 

Al día siguiente, al ir con Martín a por hierbas para las curas de su hermana, oirá los chismes en el pueblo: que el hijo del ebanista se emborrachó hasta desmayarse en la verbena y que se comportó como un golfo. 

 

Almodia, al escuchar los rumores, pensará que tiene suerte de no haber caído en sus garras como una idiota. Se convencerá de que su destino está en otra parte y dejará de soñar con las aventuras que iban a correr juntos, con una boda secreta en las colinas, con dos niños tan distintos como el día y la noche. El trabajo y las obligaciones la ayudarán a olvidar, o al menos, a no pensar mucho en él. De lo demás, ya se encargará el tiempo.

 

. . .

 

©Hendelie 


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